sábado, 27 de octubre de 2012

Pesadilla en alta mar



Yo me había imaginado un velerito que zurcaba tranquilo las aguas de un mar turquesa. Tomando sol en cubierta, comiendo cosas ricas. Atardeceres. Noches estrelladas. Cada tanto un chapuzón… Qué lejos estuve. 


En el club náutico de Cartagena nos encontramos con el capitán y los demás pasajeros y subimos a bordo del “Northern Drifter” (“Vagabundo del norte”), un velero de 10 metros de largo.



El capitán: Juan David, un colombiano tenaz aunque con poca experiencia. Tiene astigmatismo en un ojo y miopía en el otro. Se mueve en el velero como mono en un árbol. Vive en el mismo barco y dice que el suyo es “otro formato de vida”. Le asignaron el "Northern Drifter" hace dos semanas y es la primera vez que hace el viaje a Panamá.







Los pasajeros: 

Fernando, artesano colombiano. Fabrica sombreros de hojas naturales y viaja para trabajar en Belice. Guerrero de mil batallas, el auténtico pirata del caribe.










Barry: un irlandés simpático y generoso que casi no entiende español. Viaja por Latinoamérica como turista por un par de meses y quiere llegar a Panamá para reencontrarse con su novia.







 
Julieta: artesana argentina, vive en Colombia y tiene que salir del país porque se le vence el permiso de migraciones.












Paula: fotógrafa y especialista en escalar en roca. Viene de Chile y sueña con viajar por todo el mundo. Hasta ahora hizo Sudamérica y va dejando un novio en cada ciudad.








Por último, Marta, Martina y yo. 


Salimos de Cartagena a las 11 de la noche. El clima se ve perfecto y la vista es espectacular con las luces de los edificios que se reflejan en el agua planchada.

Tomamos rumbo noroeste. Tenemos por delante unos 2 días de travesía sin parar, siempre dependiendo de las condiciones del clima. 

A una hora de haber salido, llegamos a alta mar y empieza la pesadilla. Olas grandes que atacan al velero como latigazos desde cualquier esquina. El barquito que se sacude de un lado a otro pidiendo piedad y adentro nosotros que rebotamos por las paredes y lanzamos nuestra opinión en el baño y en bolsitas.

Con Marti y Martina estamos en el camarote de proa. Se ve muy lindo pero -recién ahora lo sé- siempre es el que más se mueve. La escotilla del techo no cierra bien y empieza a gotear un chorrito que con el movimiento va regando todo el colchón. Nos contorsionamos tratando de evitarlo hasta que nos resignamos y de a poco se va empapando todo. Cada tanto el velerito choca saltando una ola y adentro quedamos suspendidos en el aire por un segundo para desplomarnos en caída libre con un golpe seco. Es una tortura.

Me asomo a la cubierta de popa y le grito al capitán, que resiste en el timón mientras las olas lo salpican. 

-Juan David! Adelante nos estamos golpeando mucho! ¿No se puede hacer algo?!

-Es el mar, hermano! –me grita desde el timón. No puedo calmar el mar!

Lo ilógico de la situación me hace suponer que todo puede ser una pesadilla. Pero las horas pasan eternas y es evidente que esto es real. Marta se refugia en el camarote aferrada a lo que puede porque en cualquier segundo vuela sacudida contra una pared o contra el techo. Julieta está paranoica, a cada rato pregunta: ¿hay alguien manejando? ¿No estaremos perdidos? ¿No nos quedaremos sin gasolina? Y no se mueve porque lanza. El pirata no sale de su cucheta. Barry escucha su ipod y mira al techo con cara de susto. Paula ayuda a Juan David con el timón. Yo acompaño a Martina que está asustada e incómoda, en el camarote se golpea, en el pasillo se patina y no hay otro lugar donde pueda estar. La dejo elegir a ella y se instala a los pies de la cama de Barry. 

-Sorry, man. But this is the only spot where she feels safe. Do you mind?

-No, it´s ok. -Barry encoge las piernas y acepta a Martina, yo me siento en el piso, la sostengo para que no se caiga y le hablo para tratar de calmarla. Sé que ella me entiende.

No podemos dormir, casi no podemos comer. Es imposible preparar algo porque es imposible ir a la cocina. Si te levantás y caminás un par de pasos, volvés con un par de moretones. Sólo podemos tomar botellitas de agua y Gatorade que tenemos a mano y comer fruta fácil como banana y mandarina. 

Tampoco podemos ir mucho al baño porque si zafamos de golpearnos no nos salvamos de algún corte o un raspón. Martina no aguantó y se echó un pis en algún lado. El olor se mezcla con la pestilencia del vómito de alguien.

Y las horas siguen pasando y la pesadilla se hace eterna. Tenemos que ser fuertes y pacientes. No hay otra. Parece uno de esos juegos sádicos de parque de diversiones que pedís por favor que termine. La diferencia es que el juego termina en dos minutos. Esto no termina más, y Juan David siempre responde lo mismo: "todo depende del viento y el mar".

De pronto llega lo peor. Nos metemos en una tormenta tropical. Ahí la cosa se pone jodida de verdad. Enfrentamos olas de 2 metros. Después de cada golpe parece que el barquito se va a romper y se escucha un quejido de agonía o un insulto al capitán. En mi eterna contradicción por un lado trato de convencerme de que todo va a estar bien pero no dejo de repetirme mentalmente los pasos a seguir si nos hundimos.

Llegamos al punto de ponernos los salvavidas. Se me vienen las peores imágenes a la cabeza: nos veo a los tres, cada uno con su salvavidas, en alta mar, en la noche cerrada, aferrados entre nosotros con toda nuestra fuerza. Le suplico a Dios que nos ayude. Me sostengo gracias a la fe y trato de sostener a Marti. A veces la fe es lo único que te queda. Sé que todo va a terminar bien. Me acuerdo de una frase que leí: "todo va a estar bien al final. Si no está bien, entonces todavía no es el final".

La chilena, al timón mientras el capitán duerme, me cuenta un método que usa cuando está escalando en alta montaña, para esos casos de miedo extremo. Primero: asumir la realidad, después lograr autocrontrol con la respiración y finalmente buscar pensamientos positivos que te llevan a tomar acciones positivas. 

Así pasan dos días y tres noches interminables. Hasta que una mañana, en el mismo día del cumpleaños de Marti, sale el sol y el mar está tranquilo. Por primera vez está bueno para salir del encierro y pasar un rato afuera. Entonces la pesadilla termina: vemos tierra. Por fin. La alegría nos entra por los ojos y respiramos vida otra vez. 

Estamos llegando a la isla El Porvenir, en el caribe panameño. Todos estamos felices, gritamos de alegría, festejamos, nos abrazamos y compartimos el último tramo como hermanos.

-La sensación de ver tierra es igual a la que se siente cuando hacés cumbre -cuenta la chilena con una sonrisa interminable.
 
-Yo sabía que íbamos a tener ese clima -comenta el capitán haciéndose el valiente con las chicas- Pero quise salir igual porque sino perdía pasajeros. 

¿Qué se le puede responder? Todo es aprendizaje. Todo quedó en la cancha. Ya nadie tiene rensentimientos. Ya tenemos tierra a la vista. Al final, a unos pocos kilómetros de la costa, vemos un par de ballenas que nadan tranquilas muy cerca de nosotros. Increíble. Según los navegantes, es un regalo que te da el mar. 

Así termina nuestra odisea en el océano. Nos queda el mareo por varias horas, los moretones por un par de días. Y la experiencia para siempre. 


Julieta. Si se mueve, lanza. Esa madera es una mesa rebatible que le dio varias veces en la cabeza.

Cosas caídas y agarrados de donde podíamos en la coctelera oceánica.

Vista de la sala central y al fondo el camarote de proa, empapado por la gotera.

Martina encuentra su lugar a los pies de la cama de Barry. Asustada e incómoda, la próxima nos vamos en avión.

El pirata colombiano, feliz, ya estamos llegando a tierra firme.

Pasan cosas raras en el barco del terror. Por suerte ya terminó.

El despertar después de 2 días y medio de pesadilla.

El capitán se hace el valiente con las chicas.

Marti feliz, sale al aire libre después de unas 50 hs. de encierro.

Otra imagen del Northern Drifter, el barquito de la muerte.

Tierra firme. Esta imagen nos cambió la vida. En una de esas islas, festejaremos el cumple de Marti.