viernes, 27 de julio de 2012

El 38 está cargado

Cómo me gustaría contarte que estamos en una playa del paraíso comiendo frutas y pescado y haciendo lo que más nos gusta. Pero no. Todavía estamos lejos de esa fantasía y cerca de la cruda realidad de la que está hecha la vida.

Es una noche cualquiera en la casa de Wilson. Dormimos tranquilos. Wilson, siempre muy correcto, avisó que llegaba tarde. Son las 4 de la mañana. Escucho su auto que estaciona. Me levanto para abrirle y me sorprendo cuando veo que en lugar de Wilson aparece un amigo de él. Me cuenta que Wilson se bajó dos botellas de aguardiente y él lo encontró dormido al volante, con el motor prendido y atascado en la playa. Lo tuvieron que sacar con un tractor.

Cargamos a Wilson desde el asiento trasero del auto. Te aseguro que no es nada fácil levantar el peso muerto de un gigante. Probamos de todas las formas posibles y descansando cada dos pasos hasta que finalmente logramos dejarlo caer en su cama mientras delira con los ojos desorbitados.

Es un pedo importante, denso, pedo de soledad, pedo de campo. A la mañana siguiente se levanta tambaleando. Todavía le dura. No sabe cómo pedirnos disculpas y nosotros no tenemos nada que disculpar porque después de todo estamos en su casa. Es su vida.

-Tomate un café, Wilson. ¿Cómo lo querés?

-Negro, como mi alma. –me contesta.

-Andá acostate que ahí te llevo.

Le llevo el café y me siento a su lado, como amigo, a escuchar sus penas y darle esperanzas. Pero no hay caso. Está muy angustiado. La partida de Rita a la ciudad lo liquidó. Siente que la pierde para siempre. Entre sollozos me confiesa que no aguanta más, que se quiere pegar un tiro. De pronto se levanta y camina hasta un estante, hunde la mano entre la ropa y saca un 38.

En un segundo me abalanzo y se lo arrebato. No tengo que forcejear. Creo que me lo deja agarrar por su propio miedo a hacer una locura. El revólver está cargado. Le saco las balas y los escondo por separado en otra habitación.

La lengua todavía le patina cuando me pide que lo lleve al pueblo para comprar más trago. Le digo que no. Que tiene que descansar, tomar más café, comer algo, darse una ducha y acostarse. Él insiste. Yo insisto. Me lo pide como amigo. Yo me niego como amigo.

Quiere ir en su auto manejando él. Le escondo las llaves. Quiere irse caminando. Entonces llamo al que creo más responsable de sus amigos. Le cuento lo que pasa, le pido que venga y me ayude a retenerlo hasta que se recupere. Al rato llega este amigo con otro más. No pasaron ni 5 minutos. Wilson se lo pide como amigo, el tipo lo lleva al pueblo y vuelven con dos botellas de Grants. Un amigo.

Empiezan una nueva ronda en unas mesas de afuera. Me invitan. No, gracias. Wilson se ofende.

Mientras tanto, Marti está en nuestro cuarto atenta con el gas paralizante. Le digo que empecemos a guardar nuestras cosas y si el asunto se pone denso nos vamos los tres.

Salgo y me siento a charlar con Wilson y sus amigos, más para tantear la situación que para pasar un buen rato. Me invitan a tomar. No, gracias. El whisky baja mientras hablamos de cualquier cosa, de autos, de pesca, de la vida. Durante un diálogo que parece ameno escucho por parte de Wilson un par de frases que me llaman la atención: “Yo cuando pierdo el control, lo pierdo por completo.”  “Yo voy a marcar tu vida, Fernando.”

El diálogo sigue. De pronto Wilson se ofende conmigo. No sé porqué. Algo dije que le molestó, quizás le pedí que deje de tomar, aunque ni él se acuerda. Por las dudas le pido disculpas. Pero sigue indignado. Le pido perdón de mil maneras, el tipo insiste. Tratamos de cambiar de tema pero está ensañado conmigo. Los amigos intentan calmarlo. Imposible. Por cómo me mira parece que en cualquier momento me tira una piña. Y si me da, me desmaya.

Tengo miedo. Siento un escalofrío desde la punta del dedo gordo del pie hasta la coronilla. Piel de gallina hasta en las uñas. Pero si me levanto y me voy es peor. Sólo puedo seguir pidiendo perdón sin saber porqué. Se me cruzan mil cosas por la cabeza, como ¿tendrá más armas escondidas?

En un momento de distracción aplicamos un remedio local para que un borracho se quede dormido: ponerle al lado media cebolla. No sé si será por este método esotérico o la divina providencia pero un par de minutos después Wilson está roncando.

Con sus amigos lo arrastramos hasta su cama. En seguida, sigilosos para no despertar al gigante, con Marti agarramos a Martina, cargamos nuestro equipaje y nos vamos de la casa tan rápido como llegamos.

Los amigos de Wilson nos llevan al único hotel que hay en el pueblo. Ahora estamos acá. Marti, Martina y yo. Estamos bien. Sin camioneta, pero juntos y tranquilos.


El amigo acuesta a Wilson en el banco.

El gigante ya tiene media cebolla en su espalda.

El disparador de la máquina de fotos, silenciado. No sea cosa que se despierte.



No quisiera un puñetazo de esa mano de gorila.



Hasta luego, Wilson. Cuidanos la camioneta.