lunes, 5 de marzo de 2012

Al fin, el mar


Ahora sí, vamos rumbo al mar. Por fin. La ruta entre montañas nos revela un paisaje alucinante detrás de cada vuelta y en el horizonte se termina el mundo y se empiezan a adivinar algunas olas.

De pronto, en una curva cerrada, un camión gigante se nos viene de frente por nuestra misma mano. Se me congela el corazón, clavo los frenos y volanteo. Lo esquivamos. Y nos quedamos en silencio por varios minutos tratando de entender lo que nos acaba de pasar. Fue un segundo que marcó la diferencia eterna. Miramos de reojo y vamos reconociendo nuestro entorno más cercano hasta confirmar que sí, seguimos acá.

Justo un rato antes, por esas causalidades, había notado que sin darme cuenta venía tomando las curvas un poco más despacio. Me había preguntado porqué y en ese momento una intuición se hizo evidente: lo que tenemos se vuelve más valioso a medida que avanzamos.

Así llegamos a Mollendo, al sur de Perú. Es una pintoresca ciudad con mar y aire al lejano oeste. Tiene lindas playas pero el agua es imposible. Debe estar 1 o 2 grados por encima del punto de congelamiento. Si te animás a mojarte los pies, podés considerarte la persona más valiente de la región.

Acá pasamos varios días de paz, amor y felicidad plena. Es que cuando tomás verdadera conciencia de que todo lo que sos y lo que te rodea se puede terminar en un segundo, aprendés a tomar esa mínima distancia que te ayuda a valorar lo que tenés y a exprimirle a cada momento hasta la última gota de felicidad para tomarte el jugo fresco, recién salidito.


Castillo de estilo medieval en Mollendo





Marti y Martina en el lejano oeste de Perú.








Algunos valientes, detrás de nosotros.






Montañas de un lado, mar del otro y fideos con champignones en el medio.





Algo así debe ser lo que buscamos.



Que ni se te ocurra tocar el agua.